la sobremesa #8 no se armar valijas
la magia de un festival de cine, volver a armar una valija y el acto de agarrar el menú
En una semana me subo a un avión, con la fe y la incertidumbre que una siente cada vez que empieza un viaje.
Elijo el cuaderno en el que voy a escribir cuando las emociones me desborden y los trenes se vuelvan costumbre.
La lapicera que me elogió Almodóvar y los dos libros que no voy a leer. El estuche de mis accesorios, los últimos mililitros de mi perfume favorito, el broche de pelo para cuando me estrese por idioteces.
Todo se guarda.
Mi bolso colapsa.
Me pesan ambos hombros y pienso en hacer un what’s in my travel bag mientras contemplo una valija vacía, como si alguien fuera a cruzar la puerta de mi departamento para resolverme este problema.
“Uno pensaría que con tantos viajes ya sabrías hacer una valija, pero no” me dice mi amiga Inés, una tarde de miércoles, a menos de 24 horas de partir hacia el aeropuerto.
La valija sigue vacía.
Mi casa parece un campo minado.
Hay un vestido verde que sueño con ponerme en un campo toscano. No hay otra ocasión en la que usaría ese vestido y, en realidad, fue por esa ocasión exacta que me lo compré.
Así trato a mi ropa: como recuerdos, como momentos. Es algo así como la escena de despedida entre Hannah Montana y Miley, en donde un vestido es un beso después de una primera cita y unas botas, una pelea en la costa argentina.
Hablando de botas: me llevo unas marrones y unas negras, altas y poco prácticas, pero absolutamente fabulosas. Mi mamá me dice que estoy loca, pero conoce a su hija y sabe que no puede sacarme una idea de la cabeza una vez que ya está implantada.
Cinco faldas, dos bermudas negras, una de jean, tres pantalones.
Una corbata marrón y dos bufandas —nunca se sabe con el clima neoyorquino.
La valija se arma.
Paro a descansar cada cinco minutos para replantearme mis decisiones. Así es como me olvidé de poner mi minifalda negra favorita.
Escribo esto desde un café en el West Village, sin saber qué me voy a poner esta noche.
La aceituna de peluche me mira y yo no puedo despedirme de ella.
“¿Por qué no te llevás la aceituna también?” me dice mi madre en broma.
Un minuto después se arrepiente de haberle plantado esa idea a su hija.
La aceituna se inserta en la manija del carry-on, y así es como ella y yo nos vamos juntas para Brooklyn, en busca de una aventura milanesa.
De festival en festival
Los festivales de cine deben afrontarse con la curiosidad de un niño.
Ese que, después de ver por primera vez una película que lo emocionó, salió disparado al videoclub en busca de más recomendaciones.
Debe haber una dedicación absoluta por conectar creativamente no solo con lo que se va a ver, sino también con el armado de esa obra y es que el festival de cine es, en su mayoría, el espacio donde cineastas emergentes presentan sus primeros trabajos, lo más cercano a dar a luz a un hijo que tiene un creativo.
Desde mi lugar de espectadora, me gusta infiltrarme en estos ambientes de creadores, escuchar sus conversaciones, observar su lenguaje corporal, sentir, aunque sea por unos instantes, que soy parte de algo inmenso como lo es el cine.
Una sala de cine llena, en estos tiempos (y quizás siempre), es un acto político. Una resistencia contra los tiempos que corren, en los que quieren hacernos creer que la cultura no es la memoria, el presente y el futuro de un país.
La cultura habla de quiénes somos: nuestro lenguaje, nuestras costumbres, lo que nos hace ser nosotros.En las dos semanas que duró el BAFICI en la ciudad de Buenos Aires, vi películas y cortos. Todas argentinas, excepto un documental sobre Vivienne Westwood y una adaptación canadiense de un cómic.
En esas obras vi mi ciudad en pantalla, y con la nostalgia que provoca ver tus calles reflejadas, me emocioné pensando en la suerte que tuve de haber nacido donde nací.
Buenos Aires es una ciudad que pide ser filmada. Es más, creo que si tuviera la publicidad que tiene Nueva York, podría competir como escenario predilecto para las historias. Ambas ciudades están enamoradas una de la otra, solo que aún no lo saben, o son demasiado orgullosas para admitirlo.
Hay una película que me quedó pendiente del BAFICI: Magic Farm.
Dirigida por Amalia Ulman, Magic Farm sigue a un grupo de neoyorquinos que viajan a filmar un documental a la provincia de Buenos Aires.
Vi esta película el día que llegué a Nueva York, en un cine lleno de estadounidenses. Presencié un encuentro entre nuestra cultura, nuestros chistes, nuestra insaciable dosis de boludeo y viveza. Nuestra capacidad de convertir todo en una eterna sobremesa.
Ellos se emocionan.
Yo me río.
Somos hermosos.
Back In Town
Hace exactamente dos años me compré una gorra que decía “Back In Town”, y me pareció una descripción magnífica de mi persona.
Nueva York, Buenos Aires, Milán, Florencia, Ámsterdam.
Tengo amigos, amores, historias, recuerdos, momentos.
Vuelvo una y otra vez a las ciudades donde me divierto porque quiero conocerlas de verdad. No me conformo ni con tres noches ni con la excusa de “ya fui” para no repetir una ciudad. Y es que creo fervientemente que hay dos tipos de turistas en este mundo: el que visita y el que conoce.
Para ser el segundo, primero hay que pasar por el primero, pero también debe haber un deseo real de volver una y otra vez, para conocer dicha ciudad y así, hacerla tuya.
Tengo un café favorito y un vintage que considero mi joyita oculta. Puedo decirte en qué hostel quedarte, pero también dónde conseguir la mejor pasta (aunque en Nueva York todavía no doy en el clavo).
Vuelvo porque cada vez que piso esas ciudades las siento un poco más mías y a mis cortos 27 años entiendo que uno de los mejores sentimientos que puede tener un ser humano es el de pertenencia.
Se dice que andar viajando no te hace ser de ningún lado, pero ¿cómo podría pensar eso si tengo un café favorito en Ámsterdam, grupos de amigos en Nueva York, demasiado chisme en Florencia, un amor infinito en Milán y un sillón naranja en Buenos Aires?
“Quiero ser el murmullo de una ciudad que no sepa quien soy” escribió Dárgelos alguna vez y entendí que eso era exactamente lo que quería para mi vida.
Quién agarra el menú
La persona que agarra el menú se define en los primeros pasos de un encuentro.
Es quien toma la iniciativa, quien tiene la suficiente seguridad como para estar convencida de que lo que va a pedir le va a gustar a todos —pero también la soberbia de que, si a alguien no le gusta, será problema suyo.
Esa persona, generalmente, creció viendo documentales de Anthony Bourdain y realities de Gordon Ramsay. Es aquella le gusta sentarse frente a la cocina para ver el espectáculo de cerca y cree fervientemente que el emplatado es un arte cuya estética puede ser neoclásica o barroca, pero nunca intermedia.
Por supuesto que la que agarra el menú soy yo.
Un acto que solo delego si confío plenamente en mi acompañante o si me gustás mucho.
Ostras
Cuando agarro el menú, siempre pido algo de mar.
Detesto cuando mis comensales le tienen rechazo al océano y es que creo que no hay sabor más delicioso que el del mar.
Es por eso que mi comida favorita son las ostras.
A eso de los tres años, mi papá ya tenía aspiraciones muy claras para su hija:
Que hablara inglés.
Que escuchara a los Beatles.
Que comiera de todo.
“No le hagas asco a nada, vos tenés que probar todo” me decía.
Mi mamá, que rechaza todo lo viscoso, le pedía que parara, que yo tenía que formar mis propios gustos.
Un mediodía fuimos a comer a un restaurante francés en Buenos Aires.
Mi papá pidió salmón ahumado de entrada y, como siempre, me dio a probar.
“No le podés dar salmón, ¡es una nena!” protestó mi mamá.
Demasiado tarde.
Yo solo podía pedir más.
Una droga, una obsesión.
Minutos después, el chef se acercó a nuestra mesa porque se enteró de que había una nena de tres años obsesionada con el salmón ahumado.
Fue así que, como buen gastronómico, decidió cometer el acto heroico de darme a probar mi primera ostra.
A los tres años, mi comida favorita y yo nos conocimos.
Aunque esta historia no surge de mis recuerdos, sino a través del relato de mis padres, con su cuota de exageración teatral (de algún lugar tenía que salir) creo en ella.
Fue el inicio de una historia de amor de paciencia y valoración.
Cuando era chica, vendían ostras en el Jumbo cerca de casa y cada vez que íbamos al supermercado, mi papá me compraba algunas para cenar los dos en casa.
A veces conseguíamos abiertas, pero la mayoría teníamos que comprar cerradas y él se lastimaba todas las manos con tal de abrirme 3 ostras.
“¿Cuántas querés?” me preguntaba.
Yo quería una docena, pero nunca le pedía más de cuatro porque sabía lo que sufrían esas manos.
Un día, dejaron de traer ostras al supermercado y las visitas al Jumbo se volvieron cada vez más decepcionantes, aunque nunca perdimos la esperanza.
“Fijate si hay ostras” le dije durante veinte años.
Nunca había, pero yo seguía preguntando.
Para el Día del Padre de 2020, en plena cuarentena, encargué una docena de ostras para cada uno en uno de los pocos restaurantes que seguía operando: Crizia, hoy con estrella Michelin.
Las condimentamos con limón y nos miramos después de cada bocado.
Ninguno podía creer lo ricas que estaban.
Mi mamá seguía horrorizada con la textura.
Quizás amo las ostras porque son el epítome del sabor a mar en mi paladar.
O quizás las amo porque representan mi relación con mi papá y su dedicación para hacerme feliz a través de su perseverancia para formar en mí a la persona que, sin saberlo, siempre quise ser.
Las ostras son, también, la representación absoluta de lo que significa la comida para mí:
una relación, un momento, un valor y, por supuesto, un menú que siempre voy a querer agarrar.
Escribo desde un café nuevo en el Lower East Side, el barrio al que puedo llevar a cualquier persona y hacerle un tour perfecto.
Enfrente de la locura de Coming Soon, abrió Le Gaz, el café que promete ser el más canchero cruzando Delancey Street.
De vestido y botas, me voy al parque.
Me levanto de la mesa.
Xoxo,
Barbi
Solo tus palabras sacan las emociones de papá a flor de piel y casi que sos la única que lo conseguis, tu manera tan especial de comunicarte siempre con el :la música, los viajes, los sabores , la perseverancia para los objetivos fijados ....NYC fue su sueño , vos lo estás viviendo
Te amamos .....
Que hermoso leerte bar. Me inspiras a escribir y me confirmas que no estoy loca por amar mi país con todo mi corazón pero igualmente vivir afuera (Amsterdam donde no) e incluso tener una ciudad en la que no vivo pero que es el amor de mi vida (París). Siento que seríamos muy buenas amigas, algún día quizás nos tomemos un café. Disfruta de New York, o que New York te disfrute a vos